27 de marzo de 2009

Un día (cuarto round)

En la puerta del cole, observas al resto de madres.

Menuda fauna. Hay de todo. Y qué mayores sois todas.

Claro, sois madres. Señoras. Vais a buscar a vuestros

hijos al colegio. Dios. Ya sale. ¿De dónde viene este niño? ¿De

la guerra? Fijo. Lleno de polvo. Y de mocos. Por lo visto en el

cole juegan a revolcarse por el suelo un ratito cada día. Estás

segura de que se trata de una nueva técnica pedagógica

modernísima. Técnica que deben impartir en el último curso

de la carrera de Pedagogía, que es el que tú no hiciste.

Técnica que debe ir unida a la estrategia de no limpiarles los

mocos bajo ninguna circunstancia. Así que le abrazas y le

pides… No, le ruegas, un beso. Y le sonríes. Pero esta vez es

una sonrisa de verdad. ¿Qué has traído? Un colacao. ¿Y qué

más? Un bollito. Ahora sonríe él. También de verdad. Él

siempre sonríe de verdad. Te cuesta unos diez minutos llegar

al coche. Tu fiera quiere tomarse el colacao plantado delante

del cole. Sabe mejor si todos tus amigos te ven. Tú lo sabes y

se lo toleras. ¿Por qué no? Vamos a cruzar. Ahí va el forcejeo

diario con tu fiera. Que me des la mano. Que no. Que mira el

guardia qué te dice. ¿Qué me dice? Que me des la mano. Que

ya soy mayor. Que sí, que claro, pero la mano que la mama

se va a enfadar. Te la da. Cruzáis. ¿A dónde vamos? A

comprar. ¿Pongo música? Sí. Guay. Pero ¡No cantes! Joder,

qué manía. ¿Y si cantas bajito? Que no cantes, mama.

Vaaaale. Una vez en el súper, tu fiera coge el cesto. Le

encanta. Y le pierdes de vista, claro. En, aproximadamente,

tres minutos, medio Eroski se sabe nombre de tu fiera. Sufres

pensando que en cualquier momento vas a oír un estruendo

en la otra punta del súper. O temiendo que de repente

aparezca tu fiera cogido de la oreja por cualquier empleado de

mantenimiento. Pero no pasa nada. No sabes si es porque en

el fondo el tío tiene sus límites o si se trata de pura suerte.

Le localizas. Pagas. Vámonos. ¿Y ahora? Al parque. Que

corra. Y tú te sientas y le miras. Hay que mirar. Igual lleva

diez minutos sin acordarse de ti. Pero, ay de ti como gires la

cabeza o cojas el teléfono. ¡Mama! ¡Mira! ¡Ya miro, cariño,

muy bien! Qué bien se lo pasa tu fiera. Y habla con todos. Tú

no. Tú le miras a él y sonríes. No te apetece escuchar a otras

madres hablando de sus respectivas fieras. Te concentras en

la tuya y en planear una táctica para decirle que ya es tarde

sin tener que enfadarte otra vez. No funciona, claro. Jamás

está preparado para abandonar el parque. Piensas que si

hubiera una sábana ahí te pediría que le taparas. Pero no hay

sábana. A casa ¡Ya! Porque tú tienes paciencia, pero también

tienes un límite. Y sólo te falta la típica pareja de cuarentones

con cuatro hijos rubísimos, la mar de bien educados,

mirándote con cara de deberías-ver-más-supernani. Tu fiera

está cabreadísimo. En esos momentos te odia. Y es un odio

profundo, sincero, igual que cuando te quiere. Tu fiera no

tiene término medio. Pero te lo llevas y te consuelas pensando

que “es por su bien”. Coges las bolsas de la compra del coche

y tu bolso y su mochila y la chaqueta que se ha quitado en el

parque y tampoco ha querido ponerse esta vez. Y en el primer

escalón, te mira. Estoy cansado, mama. Y alarga sus brazos

hacia ti, con esa expresión suplicante que todas las fieras

saben poner. Y tú, que una vez leíste que era un crimen

obligarles a andar cuando ya no podían más, te cagas en ese

pediatra que lo escribió. Y subes tres pisos con tu bolso, la

mochila, la chaqueta y cuatro bolsas de plástico en una mano

y en la otra, tu fiera, que aprovecha el paseo para peinarte

con toda la delicadeza de la que es capaz una fiera de tres

años. Y mira por donde te inspira ternura. ¿Quién te quiere a

ti? La mama. ¿Cuánto? Todo. ¿Todo es más que mucho? Te lo

comerías. De nuevo en casa. Cuarto round.

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